Thursday, September 17, 2009

Flechas invisibles

El general al mando había dispuesto tres hileras de treinta soldados, cada una sobre uno de los bastiones de las murallas de piedra maciza y adoquín que encerraba la primera fortaleza del cinturón de siete que protegían el acceso a las tierras del este del bosque. Preparados todos como punta de lanza contra cualquier de los ataques que se preveían desde hacía meses, esperaban ansiosos la cabalgadura de los tres exploradores que hacía unas horas habían salido en busca de noticias frescas con respecto al avance enemigo. Pero los minutos pasaban y el aire frío amainaba el espíritu guerrero de los hombres que sin embargo seguían plantados en tierra como árboles cuyas raíces excavan a grandes profundidades sus deseo de seguir en pie, de conservar su sabia verde,su sangre incólume.

Al poco rato el general dispuso otros 9 jinetes, en grupos de tres, por cada uno de los tres frentes que podrían abrirse frente a la fortaleza. Gabriel, hermano de sangre en toda esta lucha, que por años se había inclinado como mi amante y amigo, y que guardaba en su corazón solo nuestros bellos recuerdos y momentos, hacía parte de uno de los grupos. Lo ví partir con su fuerte armadura, pues esta vez el General no iba a arrojarlos contra la boca de una emboscada, los prefería pesados a ágiles, resistentes a débiles pero invisibles, blancos fáciles pero a la vez revestidos de piezas tan finas y poderosas que podrían verse como castillos andantes, casi como los ángeles que otrora bajaban al mismísimo averno para arrinconar y aniquilar las legiones de demonios que atormentaban y pisoteaban todo a su paso.

Las horas siguieron, el presentimiento de hizo realidad, pues ni Gabriel, ni ninguno de los jinetes de los tres grupos regresaron, ni con buenas ni con malas noticias. El general se mostraba nervioso, los soldados sudaban frío dentro de sus armaduras, las piernas ya no estaban tan rígidas como antes, estaban cediendo ante el cansancio y el miedo, los arcos y las aljabas reposaban en los pies de cada uno y solamente los capitanes aún conservaban parte del aplomo del minuto inicial.

De un momento a otro un aire pestilente empezó a brotar de las dunas cercanas, aun cuando no debían ser más de las tres de la tarde, el cielo se oscurecía de manera terrible, como si la luna se interpusiera al sol. Nadie hablaba ni murmuraba nada, nadie se atrevía a moverse de su puesto, ni a mover sus brazos, ni a tapar su boca y nariz para evitar el olor nauseabundo. Jeremías, nuestro líder, subió hacia la saliente más lejana de las murallas por una estrecha escalera que unía dos de los bastiones llamado por el general. Mientras subía lentamente su capucha se hacía cada vez más pequeña, era un gran guerrero, pero también un hombre justo y espiritual. Lo consideraba mi padre, de él aprendí todo lo que la orden imponía y hasta ocultaba, las artes de la guerra, de la espada, de las letras, de la poesía, de la justicia, de la entereza y del honor, fueron sus enseñanzas diarias las que quedaron plantadas en lo más profundo de mi pensamiento. Pero de repente escuché un silbido agudo, tan rápido como un águila cuando en busca de presa se lanza en picada desde los picos de las montañas. La capucha de Jeremías no desapareció poco a poco como antes lo estaba haciendo, se desplomó del todo como la caída inminente de una muralla ante los golpes fulminates del ariete. Poco a poco los silbidos fueron más y más,el silencio decayó y el caos y la confusión empezaron a dominar el espectáculo. El olor podrido se intensificó y los hombres con sus ojos desesperados inyectados de sangre, solo corrían como locos, rompiendo las filas antes perfectamente ordenadas, entre sangre y vómito regados por doquier por todo el suelo de las murallas. Nuestra orden, que estaba en la mitad, entre la retaguardia y la vanguardia, y cuyos hombres pertenecíamos a la élite de las tropas, observaba, sin mover un pie, con la sola dinámica de nuestras órbitas oculares, bajo el juramento sublime de inmolividad y pasividad que habíamos pactado en nuestro nacimiento y que nos ataba a la perfección donde se decía que "la vanguardia de Oro será la entrada a toda batalla, de su capitán, en cuyo responsabilidad se encomienda el ingreso prudente del batallón sagrado de la Luz, se escuchará la orden explícita para arremeter con nuestra divinidad sobre las fuerzas oscuras enemigas de todo orden y razón". El capitán de la vanguardia había sido uno de los primeros en caer, seguido por cada una de sus hombres, como piezas de dominó armados uno tras otro.

A los pocos minutos el general, volvía hacia nosotros. Las flechas y la podredumbre cesaron, como una tormenta que con fuerza arrecia por un corto tiempo antes de dar paso a una sequía y hasta a una salida evidente del sol. Pero aquí no se presagiaba arcoiris y paz, los ojos invisibles aún nos miraban con recelo, con odio, no se sabía si desde el este, el oeste, el norte o acaso el sur. Quinientos hombres aniquilados y la noche aún no caía sobre nosotros. Otra señal, pues a lo sumo, durante mi corta vida que llevaba, la élite nunca había entrado a la batalla, ningún ejercito por más fuerte que fuera había traspasado las fronteras de la Vanguardia de Oro, caballeros que con sus fulgurantes armaduras se creían una fuerza casi invencible,que ahora recostados nos miraban tal vez con impotencia y miedo de ver caer lo que habían levantado por siglosen una tierra que ahora se inclinaba a un costado, un costado anárquico y hasta más oscuro que de lo que alguna vez había sido.

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