Las palabras se han quedado en la garganta, no saben como salir, como transformarse en vocablos inteligibles, como expresar lo que está latente en su mente, solo están allí, en medio del esófago, viendo una luz al final del tubo, viendo como las de ella se muestran implacables sobre esa hoja blanca, dentro de esa pantalla titilante.
Se sienta sobre un parepeto de la plaza aquella a pensar sobre esa situación que lo adolece, recordando milimétricamente cada instante a su lado y admitiendo (no, es falso, no lo admite!), intentando admitir horrorosamente la decisión de ella. Le ha dicho cuales son las razones, todas justas, pero no comprende por qué todo vuelve a cambiar en un par de segundos, cuando más la necesita, cuando meditaba en el posible hijo que podrían tener juntos, cuando todo puede y debe dar un giro hacia el compromiso. Sigue sin entender o tal vez es que no quiere hacerlo.
Recuerda las veces que intentaron separarse, bajo la lluvia y las estrellas, bajo lunas ocultas por nubes cargadas de tristeza, en el frío de la noche, acompañados de desesperantes notas de derrotismo. Sacude la cabeza y prefiere evocar lo bello, lo eterno, mientras el calor sofocante del placer se acumulaba bajo las cobijas que cubrian el pudor de sus partes, o los labios se convertían en un brote de amor puro, o el miedo de él se refugiaba en las palabras y los brazos de ella. No, no admite la idea de verla lejos, le espanta imaginar los sitios sin su compañía, sin su intensa mirada, sin sus palabras, sus lecturas, sus puntos de vista, sus lágrimas saladas, su olor a base para el maquillaje; acaso quien iba a ir a la casa con él?
No sabe que hacer, las palabras lo observan, él las mira atentamente allí, al fondo, agarradas a sus ventrículos, con ojos de miedo, con terror, suplicantes, exiguas. Y vuelve sus pensamientos hacia su vida desordenada, la aborrece, y ve pasar al lado el ángel de su guarda, mientras se aleja con un aleteo suave y ondulante.
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