Fueron unos cuantos pasos y ya me encontraba en la pared grisácea. Nadie me vió, nadie contó conque un ser ridículo los observaba cándidamente, envuelto éste en su propia telaraña, enredado en en cada fragmento de la telilla endeble, listo para devorarse, sin jucio alguno, salvo el que poseían sus garras y sus mandíbulas. Sus ojos, que quedaron desparramados en el suelo, fueron los únicos indicios de que alguna vez existió. Adios mi mosquita.
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En la noche del viernes un ser lo fue todo y no fue nada. Existió y no existió. Fue él y fue otro.
Ese ser lo somos todos, pero seguimos sin dejar esos ojos para creer que existimos.
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