(...) A la mañana siguiente le dijo adiós y le entregó el borrador del libro de cuentos en el que trabajaban juntos desde que se conocieron. Marcos no suplicó, solamente se limitó a acompañarla hasta la estación del tren de Miraflores con la leve esperanza de que ella a último momento desistiera de su idea y volviera a reconstruir el crujir de hojas secas acompañado por la lectura de un cuento de Caicedo, de Márquez, de Quiroga o de Sabato, de Lovecraft, o de algún importante genio de la literatura que se les cruzara por las manos. Pero ella no cambió de parecer y más pronto de lo que él había calculado, se subió al vagón del viejo tren. En ese momento ninguno lloró, ni él ni ella traspasaron el umbral de la cordura, ni se acercaron a la tristeza del adiós. Teresa besó suavemente la mejilla de Marcos, lo miró tierna pero fugazmente y no se atrevió a decir ninguna palabra, ni a volver la mirada como siempre lo hacía. (...)
Y en mis oidos resuena The Poet Acts de Philip Glass
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