A las 5:00 a.m. se levantaba todos los días Ernesto Gutiérrez.
Tenía que llegar a las 7 a.m. a su trabajo que quedaba a unos 15 kms. de su
casa, en el extremo occidental de la ciudad, por donde el río Bogotá pasaba
entre lotes baldíos, dejando un olor nauseabundo e inmundo. Ya se había
acostumbrado a ese olor y a veces pensaba que tal vez un día lo llegaría a
extrañar. Como venía diciendo, a las 5 a.m. se paraba rápido de su cama, sin
una pizca de pereza, se enjuagaba la cara, los brazos, el cuello y los hombros
en el baño improvisado que había podido construir una semana atrás en una humilde
casa que poco a poco había podido levantar hacía ya 10 años. Primero empezó con una habitación, luego puso
un mesón con un lavaplatos que le habían regalado, luego otra habitación para
los niños y así de ladrillo en
ladrillo y muy lentamente Ernesto tenía
cuatro paredes, muy sencillas, muy diferentes a las paredes que veía en el
sitio donde trabajaba, pero al fin y al cabo sus paredes. Con él vivían sus 3 hijos, ya todos habían
pasado la infancia que por lo demás no había sido sencilla, llena de necesidades,
de discusiones, de carencias, de lágrimas saladas, muchas lágrimas saladas.
Pero lo habían superado a punta de algo que ahora poco se ve, hallando en medio
de temas triviales, de trastos sin uso
que a los ojos de muchos otros podrían ser solo basura, pequeñas cosas que los
unían y les daban esperanza en medio de todos esos problemas, porque Ernesto
tenía ese atributo que tan pocos seres humanos tienen, ese atributo que les
permitía sonreír en medio de un barrizal, ver colores donde el hambre y la tristeza
solo dejan negrura y oscuridad, proponer un juego cuando todos los juguetes
estaban rotos o tal vez ni siquiera había. Tantas navidades así, tantos
cumpleaños así, con una torta de 3000 pesos que él decoraba con baratijas y
sobre la cual ponía cualquier cosa parecida a una vela para que sus hijos
siempre tuvieran en la cabeza el recuerdo de que su padre no había olvidado las
fiestas que para todos eran importantes. Pero no todos soportaron eso,
Consuelo, su esposa, que lloraba casi a diario y sufría como nadie esa
situación de pobreza, a los 3 años de
nacer Valentina, la menor de los tres hijos, se llevó en una maleta las pocas
pertenencias que tenía dejando solo una nota escueta donde le reprochaba a su
marido su incapacidad para conseguir un mejor empleo. En sus momentos de furia
lo llamaba cobarde, falto de pantalones,
blandengue. En la carta que dejó volvió a repetirlo con claro desprecio:
"Por esa falta de pantalones somos así de pobres mientras el resto de mi
familia si surge. Tenía que fijarme en un blandengue y cobarde, pero menos mal
me doy cuenta ahora porque este infierno no hubiera podido haberlo aguantado
más. Adiós y espero no deje morir de hambre a mis hijos. Ah y no me busque, no
quiero volver a verlo". Claramente él sabía que había cometido errores,
que a veces gritó, a veces lloró, a
veces se desesperó, pero también tenían muy claro en su cabeza que siempre la
amó, que nunca vaciló sobre ese amor y que trató de esforzarse al máximo en
darle algo mejor. A las 6 ya todos estaba listos, salieron al mismo tiempo,
Valentina en un alimentador que la acercaba a la troncal más cercana, José y
Juan en bicicleta tomaban ruta por calles destapadas hasta encontrar el carril
de la cicloruta y él tomaba un bus destartalado, de los pocos que quedaban en
la ciudad, que lo dejaba a a unas 15 cuadras de la obra donde estaba trabajando
desde hacía 18 meses. Llegó a tiempo, 2 minutos antes de las 7. Jorge, uno de los capataces de la obra lo
saludó eufóricamente "siempre a tiempo Ernesto, sabe hermano que no
recuerdo haberlo visto llegar ni un minuto tarde en todos estos meses".
Estaba sonriente, como pocas veces, y eso era raro porque Jorge era un tipo
serio, a veces pasaba de amargado. Reunió a su equipo de obreros ofreciéndoles
descansar sobre unos bultos de cemento que estaba amontonados en una esquina de
la construcción. "Hoy ya por fin vamos a terminar ese muro que pidieron
los arquitectos, se que ha sido jarta su construcción, esa parte del lote es
muy irregular pero ellos ven eso y me dijeron que si lo terminamos antes de las
4 p.m. que viene uno de los gerentes de la empresa, nos dan una platica extra,
si no estoy mal 250 mil pesos extra en la quincena para cada uno. Entonces que
el almuerzo sea solamente de 10 minutos. ¿de acuerdo?". Todos se miraron
entusiasmados, 250 mil pesos era bastante dinero, casi la mitad de lo que le
llegaba en una quincena. Y a cambio de recostarse 40 minutos a la hora del
almuerzo valía la pena el esfuerzo. Ernesto empezó a imaginar lo que podría
comprar. Por fin un mercado decente o quizá zapatos para sus hijos, de 40 mil
pesos, había visto una promoción en un almacén que quedaba a unos 15 minutos de
su casa. Zapatos para sus hijos y un refuerzo para el mercado. "Y otra
cosa que quería decirles muchachos", Jorge interrumpió los sueños de todos
los obreros. "Ustedes saben que esta obra la acabamos en un mes y los
dueños del proyectos están felices, si entregamos todo a tiempo los arquitectos
garantizan que nos quedamos todos trabajando en un nuevo edificio de la constructora,
pero lo mejor, nos aumentan el salario 15%". Todos se miraron entre
contentos y confundidos. La mayoría no sabía multiplicar o sacar una cuenta con
porcentajes. Miguel Pachón, uno de los obreros más viejos se paró de manera
tímida y preguntó: "Cuánto es eso don Jorge?". El capataz sonrió
ampliamente, y dijo "por ahí unos 150 mil o 200 mil pesos para cada
uno". Ahora solo había caras de
esperanza, de sueños, de ilusiones. Volvió a interrumpirlos su capataz
"pero entonces arranquemos muchachos, que ya son casi las 7 y media".
Arrancaron con entusiasmo, más felices que otras veces,
ordenados, concentrados en terminar ese muro interminable mientras el sol
picante de Bogotá se reflejaba fuertemente en sus rostros curtidos. Cada uno
tenía sueños en sus cabezas, mercados, un regalo para sus hijos, o para sus
esposas, o quizá una ayuda para sus padres envejecidos o tal vez la bicicleta
que necesitaban para transportarse en el día a día. Así pasó casi toda la
jornada, entre risas sinceras y rápidas que no desviaban la atención de los
trabajadores. Jorge se acercó al muro faltando 15 minutos para las 4, ya solo
faltaba un trozo por adoquinar. Y allí estaba Ernesto, sonriente, con la misma
abnegación absoluta con la que lo conoció el capataz el día que lo contrató, dando
los últimos retoques de la parte que le correspondía. "Ya casi termina
Ernesto, muy bien, justo a tiempo, como es usted siempre". Ernesto, subido
sobre un andamio, con su traje lleno de
cemento y polvo sintió un zumbido, y luego un movimiento que crecía poco a
poco. Cuando puso el último ladrillo del gran muro que rodeaba el edificio de
apartamentos de 3.900 millones de pesos, en pocos segundos, como piezas de
dominó, todo lo que habían hecho la última semana se vino abajo, toneladas de
cemento, de ladrillos, de concreto, de sueños y esperanzas. Ernesto vio todo
eso en 2 segundos y sus hijos como un relámpago pasaron por allí y Consuelo lo
volvió a mirar como alguna vez lo había visto, con amor, con una sonrisa fuerte
y sincera. Sintió el peso sobre su cabeza, muy rápido, un grito ahogado que no
escuchó y vio a sus padres jóvenes que
lo volvieron a cargar en sus brazos, allá entre todos esos árboles de mango que
él recordaba aún en sueños. El estruendo
dejó a todos atónitos y asustados, el Gerente se asomó por la ventana de su
auto, Jorge se arrodilló sobre los escombros, nadie dijo nada, nadie gritó,
nadie se movió, todos miraban y miraban pero nadie se atrevía a decirlo, a
reconocerlo.