El caminante huía de una historia triste, de una mujer que lo había sometido a la derrota una y otra vez, noche tras noche, al despuntar el día o cuando la luna mojaba el cielo con su luz. Que amargado fue el caminante en esa celda que se había autoimpuesto, la comida había perdido su sabor y su aroma, las flores no valían la pena, el agua fresca era casi como un veneno que heria su garganta que siempre estaba reseca.