Fueron 300.000 los muertos alemanes en la bolsa de Stalingrado y casi 1.000.000 por el lado de los rusos. Eso nos dijeron en las enciclopedias y en muchos libros que narran los hechos de esta sangrienta batalla, así como también que el odio de los rusos por los alemanes y al contrario, no permitió una salida justa, un acuerdo que permitiera haber dejado con vida más hombres inocentes antes de ser condenados a ser parte de esta carnicería.
Mi abuelo estuvo allí y luego más allá, en Siberia, a donde fueron llevados los pocos sobrevivientes que se rindieron y que no fueron aniquilados por las enfermedades y el hambre que fueron el común en las largas marchas en esas tierras desconocidas y desalentadoras.
Aún recuerdo el día que abrí el viejo baúl que descansaba plácida y silenciosamente en el desván de mi abuela, y en donde, amarillas y amarradas con cintas de seda negra, las cientos de hojas no decían nada, solo callaban dejando hablar a otros miles y miles de documentos y fotos que rodaban en el mundo mostrando de una u otra manera lo que habían sido esos cinco meses. Pero esta historia, para mí, era parte de lo que yo era ahora y de lo que seguramente sería más adelante, fue la revelación de incógnitas que llevaba a cuestas y que hasta el momento no tenía ninguna pista para su resolución, fue el milagro que llegó tarde desafortunadamente, pero como dicen por ahí, preferible tarde que nunca.