Fue tan punzante verla dormida en el salòn I-205, con su cabeza agachada, en el rincón más frío del cuarto, tanto que mi pecho presentó un zarpullido que duró varios días. La ví a través de la ventana, cuando yo paseaba por un camino serpenteante del jardín Humboldt, con sus demás compañeros, agazapados toditos en un rectángulo de 2 x 2 metros, tal vez traspasándose el aliento típico de alguien que vive. Ahí mismo me quedé clavado en el vidio incoloro, sin saber si gritar, o reir, o llorar, no supe que hacer, las emociones fluían constantemente pero quedaban atrapadas entre el corazón y el estómago, haciendo remolinos que terminaban convirtiéndose en nudos aún más que ciegos. Pasaron los segundos y los minutos y mientras sus boquitas se arqueaban hacia arriba, sonriendo levemente, mis piernas se aflojaban cada vez más, hasta el punto de que tuve que colgarme del marco de la ventana para evitar caer de bruces en el barro. Mi último acto de aquella tarde fue un retiro digno hacia las bocas del Freud, para engolonizarme con las mentas de la marihuana y el humo espeso de la hierba. No habían muchas personas o más bien, si habían muchas, pero estaban tan dispersos que ni se notaban, ayudadas además por sus cuerpos tan delgados que casi se llevaba la brisa de la noche. Me senté cerca de un joven alto, desgarbado y enchochado con su cachito, como a 1 metro de distancia. Miré a Antonio y con una seña le indiqué que lo mismo de siempre. En realidad lo mismo de siempre era un cigarrillo de 5 cm de largo. No necesitaba otra cosa y más que querer vomitar después de una trabada bestial, lo único que bsucaba era recordar el sabor y el olor tan alucinantes.
Fueron "10" minutos de placer, imaginación y meditación.
Las sesiones de pensar plácidamente y de que aquello te gustara y quisieras hacerlo mcuhas más veces eran algo tan sublime que esos "10" minutos se alargaban a a "10" horas y esas "10" horas, luego del mismo proceso de los minutos, se alargaban a "10" días-noches (o sea 5 días y 5 noches), pero ya en ese punto el efecto caracol se detenía, quizá porque las noches absorbían todo y era cuando necesitaba otro toque, exactamente a la sexta mañana.
Y lloré oculto esa misma noche, en la facultad de Ingeniería, en un salón solitario y frío, y mis tímidos aullidos hacían eco en las paredes desconchadas, en los puestos graffiteados, en el tablero metálico, en el techo de zinc, en los cristales sucios, chocando de nuevo contra mi garganta, realimentando mi débil llanto. Solo cantaba Saúl Hernández a través de mis audífonos, Detrás de los Cerros que coreaba y mi pelo que se iba enzopando con tantas lágrimas.